KAGUYAHIME LA PRINCESA BRILLANTE 0 EL CORTADOR DE BAMBU
Hace mucho, mucho tiempo, en una apartada aldea, cerca de las montañas, vivía un viejo cortador de bambú con su anciana esposa. Cuando un día estaba en su tarea de cortar bambúes, encontró uno que resplandecía de una forma brillante, como el oro. Al momento cortó el bambú, y, al hacerlo, cuál no sería su sorpresa al ver que desde dentro del bambú salía una luz cegadoramente resplandeciente.
Dentro del bambú había sentada una hermosa niña. La cogió y se la llevó a su casa. —Como no tenemos niños, nos la han enviado los dioses, ¿no te parece? —, decía el anciano a su mujer, mientras contemplaba a la niña con amor y ternura.
—Sí, sí, es verdad. ¡Pero qué bonita es! —Decía su esposa, loca de alegría. Estaban realmente contentos. Como había salido de un bambú resplandeciente, le pusieron por nombre KAGUYAHIME, La Princesa Brillante. Kaguyahime, envuelta en el tierno amor de los ancianitos, creció y se convirtió rápidamente en una hermosa muchachita.
Desde que se llevó a su casa a Kaguyahime, el ancianito no paraba de encontrar bambúes que, al cortarlos, se convertían en montones de monedas de oro. Gracias a ello rápidamente los viejecitos se hicieron muy ricos, y Kaguyahime se convirtió en muy poco tiempo en una hermosa señorita.
Rápidamente se extendió por el país la noticia de la belleza de Kaguyahime, por lo que vinieron, uno tras otro, a pedir la mano de la linda doncellita, personajes de las más altas esferas sociales, en lo que se refiere a riqueza y posición. Pero Kaguyahime no se mostraba contenta en absoluto, lo que preocupaba a los viejecitos.
—No pienso casarme con nadie. Quiero estar siempre con vosotros —, repetía continuamente la muchacha.
El anciano, pensando que los hombres renunciarían a pedir la mano de Kaguyahime, les pidió las cosas más extrañas y maravillosas del mundo. El que no las trajera no tendría acceso a pedir la mano de la muchacha. Sin embargo, los hombres trajeron todo lo que el viejo había pedido, lo que lo dejó maravillado ya que se trataba de objetos de una belleza y valor incalculables.
El viejecito comprendió que se encontraba en un aprieto, pero en ese momento apareció Kaguyahime y ocurrió algo sorprendente. Todos los objetos perdieron su brillantez, porque todos eran falsos.
A partir de ese instante, Kaguyahime estaba cada vez más triste. Lo que coincidía con la llegada de la luna llena. La preocupación de los viejecitos también iba en aumento.
—¿Por qué te entristece tanto mirar la Luna, Kaguyahime?
—Quiero quedarme con vosotros para siempre, pero tengo que volver a la Luna.
Realmente yo soy un ser de la ciudad de la Luna.
—¿Que eres de la ciudad de la Luna?
—Sí, los habitantes de la Luna, cuando se hacen adultos tienen que volver a ella.
—¿Cuándo es eso? —, preguntó ansiosamente el anciano.
—La noche de Luna llena.
—¿No es mañana noche?
El anciano volvió a sorprenderse, esta vez incluso con cierto grado de enfado.
—Kaguyahime es mi hija y no se la daré a nadie—, gritó el anciano con furia. Y decidido a proteger los alrededores de su casa para que no se la llevaran, empleó a una gran cantidad de Samuráis.
Y llegó el día en que la Luna llena brilló por encima de la ciudad. Sobre el cielo aparecieron los mensajeros de la Luna, que venían a recibir a Kaguyahime.
Los Samuráis, pensando que los expulsarían, dispararon sus flechas al unísono.
Pero ocurrió algo inesperado, y es que las flechas desaparecieron al entrar en contacto con la luz que desprendían los mensajeros. También ocurrió que los Samuráis se quedaron como de piedra.
Poco después los mensajeros llegaron a por Kaguyahime que, como atraída por una gran fuerza magnética, se introdujo en el rayo de luz y empezó a ascender dulcemente. Cuando llegó el momento de la separación:
—¡No te vayas!, le pidieron llorando los viejecitos; pero Kaguyahime tampoco podía hacer nada. Sacó una bolsita de dentro de sus ropas y se la dio a los viejecitos. Era la "bolsita de vida". Dentro se encontraba el elixir de la eterna juventud que todo el mundo deseaba.
Y así, lentamente, lentamente, Kaguyahime subió al cielo y volvió a la ciudad de la Luna.
—Si no está, por mucho que vivamos no podremos ser felices. ¡Ah! ¡Si estuviera por siempre aquí! —, decía el viejecito, mientras quemaba el elixir de la eterna juventud que Kaguyahime le había entregado.
El humo subió muy alto, muy alto, muy alto, dirigiéndose hacia la Luna, donde se encontraba
Kaguyahime.
ANTONIO DUQUE LARA (Córdoba, España, 1956).
Licenciado en Filosofía y Letras, Sección Lingüística Románica; desde 1982 reside en Japón, actualmente ejerce como profesor en Keiogijuku Universidad.
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