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Club de Lectura. Relato de Eladia Tristán

 

 

 

       Nada creí más lejos de mis intereses que pertenecer a un club de lectura. Jamás pensé que someter mi indisciplina a esas reuniones quincenales los miércoles por la tarde, podía aportarme algo interesante. Aún así, la insistencia de mis amigas para que me inscribiese en la actividad me hizo ceder y someterme a las lecturas aconsejadas, pautando el número de páginas de cada libro a las que seguiría un comentario merecedor de alguna atención o crítica. Reconozco que el coordinador del grupo resultó ser un hombre interesante, leído y paciente con los participantes, alguien con quien se podría conversar. Se podría, porque yo decidí no entrar en la dinámica social de los obedientes lectores, como decidí no quedarme nunca a las reuniones posteriores en el bar más cercano, donde mis compañeros parecía felices de socializar antes de regresar a casa. De esta forma cumplía con la promesa que les hice a las chicas, de permanecer al menos la presente temporada en el club. Ellas, con la esperanza de que conociera gente nueva y yo, como una forma de domesticar mi carácter independiente y tal vez, escuchar alguna que otra buena crítica literaria.

 

 

 

       Aquella mañana apuraba los últimos sorbos de un café a orillas del mar. El día invitaba a festejar las horas, aplazar quehaceres y dejarse acariciar por la brisa salada. Decidí descalzarme y abordar el regreso a casa caminando por la arena, dejando que el agua fresca masajeara mis pies y activara mi circulación, mientras disfrutaba de esa calma adictiva de los inviernos cálidos de la costa. Hay bañistas todos los días del año. Incluso aquellos en que ondea la bandera amarilla, algunos osados se atreven a meterse en el agua desafiando el peligro. Pero no, ese día el mar estaba en calma y se intuía amable con los nadadores que cumplían con su cita matutina. Siempre he admirado a las personas constantes. Se les nota en sus gestos. Aquellos asiduos del baño diario tienen un ritual estudiado para entrar en el agua, nadan siempre los mismos metros o los mismos minutos, sin excederse, para que el frío no haga mella en ellos. Yo pensaba en los beneficios del baño diario, en el goce de nadar a mar abierta durante todo el año... y me sorprendí hipnotizada por la elegancia de las brazadas de aquel sexagenario, coqueteando con la mar. No creo en los flechazos, pero una punzada de afinidad atravesó mis tripas cuando reconocí entre los vehículos aparcados frente a la playa, el viejo Volvo de uno de los compañeros del club de lectura. Jamás hablé con él. Escuchaba sus comentarios, casi siempre interesantes, pero nunca intercambiamos una sola palabra. Él seguía nadando, había rodeado la boya amarilla y regresaba con un ritmo constante. Calculé que tardaría al menos diez minutos en salir del agua. Entonces me atreví. Abrí el WhatsApp del grupo de lectura y traté de localizar su teléfono. No aparecía ningún Marcelino ni veía su cara entre los perfiles de los contactos. En cambio, con la foto de un mar embravecido, aparecía un tal Marc. Marqué el número de teléfono con la seguridad de que nadie contestaría al otro lado de la línea. Realicé una segunda llamada para asegurarme de estar en lo cierto y colgué.

 

 

 

       Al atardecer de aquel día Marcelino, o Marc, me devolvió la llamada. Yo podría haber buscado cualquier excusa relacionada con las lecturas, que habría resultado difícil de creer. Pero preferí ser directa y le confesé que lo había visto nadar por la mañana. Mas que sorprendido, parecía contento de poder entablar esta primera conversación a través del teléfono y nos dilatamos sin noción alguna del tiempo transcurrido, hasta que alguno de los dos sugirió que podíamos seguir charlando en otro momento. Al día siguiente desayunamos juntos después de su sesión de natación, y pronto esta costumbre se convirtió en el momento más esperado de la jornada. Pasábamos los días juntos, paseando, acompañándonos, visitando exposiciones o lugares que de repente nos parecían idílicos. Pero el momento más especial era para mí verlo nadar. Me parecía irresistible. Saboreaba cada movimiento de su ritual antes de meterse en el agua, desde su forma de tender la toalla en la arena hasta el segundo doblez de su ropa deportiva. Pero cuando después de un breve estiramiento se adentraba en el mar, yo experimentaba una emoción que anidaba en mi vientre y exhalaba por cada poro de mi piel. Era mágico, sexy, emocionante. Podía sentir el contacto del agua en su piel como si yo misma lo viviera. Le esperaba caminado descalza por la arena, controlando el tiempo en que bordeaba la boya para volver a la orilla, sin necesidad de mirar el reloj. El café compartido se convirtió en costumbre después de su baño. Un día me confesó que había dejado de tomar café hacía muchos años. Yo me esforcé en pedir disculpas, ni siquera le preguntaba, tan sólo pedía dos cafés con leche bien calientes y le ofrecía el suyo. A veces se nos quedaba helado en la mesa, y otras prolongábamos el momento como si nada hubiese más importante que charlar al cálido sol de invierno.

 

 

 

       El siguiente miércoles quedamos para ir a cenar después de asistir al club de lectura. Aquello era una cita en toda regla, así que me vestí con la mayor elegancia que me fue posible, eligiendo un vestido corto de cachemir que combiné con medias trasparentes y tacones finos, algo del todo inapropiados a mi edad. A los pocos minutos Marc acaparó las miradas de todos los compañeros de la sala. Nunca imaginé que eligiera un traje de corte clásico para salir a cenar, pero reconozco que bordaba su atlética figura y me pareció tener delante al hombre más atractivo del mundo. Escapamos minutos antes de terminar la sesión para evitar la presencia de los compañeros y por fin, fuimos a cenar con la ilusión de una pareja de jovenzuelos que tiene la noche por delante. Pero la aventura duró poco. Apenas habíamos comenzado la cena, recibí una llamada de mi hija comentándome que su bebé había sufrido una nueva crisis de fiebre y convulsiones y se encontraba hospitalizado. Él insistió en acompañarme hasta el hospital, y permaneció allí hasta que mi nieto estuvo controlado y los padres me convencieron para que me fuera a casa.

 

 

 

       Nuestra primera cita no resultó como esperábamos, nos debíamos una cena. Aunque seguimos compartiendo momentos después de que el niño se hubiese recuperado, teníamos pendiente esa cita y se estaba dilatando demasiado.  A los pocos días Marc me invitó cenar en su casa. Normalmente no cocinaba, se abastecía de una tienda de comida tradicional lo que le resultaba mucho más cómodo que hacer la compra y cocinar para él solo. Pero aquel día haría algo especial para mí. Yo, sin olvidar que se trataba de una cena romántica, volví a sacar todo mi potencial seductor y me vestí para la ocasión. Me encargué del vino, que busqué después de todo un estudio enológico a través de internet, y a las ocho en punto llamé a su puerta –me estaba volviendo puntual–. Me recibió con un cálido beso y un abrazo que movía resistencias. La casa era muy acogedora, sencilla y coqueta, con cierto estilo actual y elegante, como él. Uf, ese hombre se estaba instalando en mi vida, a pesar de la casta amistad que hasta ahora había entre nosotros. Me hizo pasar al salón, donde  la música envolvía el ambiente de sensualidad... me acerqué a la cocina para verlo organizar la cena y le sugerí protegerse con el delantal que acababa de regalarle. Aún andaba enredado en el plato que había preparado: 

 

       –Algo sencillito –me dijo– ya sabes que hace mucho tiempo que no cocino.

 

       Le ayudé a colocar platos, copas y cubiertos, los ibéricos, el queso... abrí el vino para que pudiera oxigenarse antes de servirlo y brindamos con un excelente Rioja mientras picoteábamos algunos entremeses. Con el delantal aún puesto fue hasta la cocina para traerse el plato principal y sirvió los spaguettis sobre una vajilla clásica y elegante.  La pasta, demasiado al dente, flotaba en un lecho de salsa carbonara tan líquida que habría necesitado beberla a cucharadas. Me preguntó si me gustaban los spaguettis. Yo podría haber disimulado, decir que no tenía mucho apetito, que no estaban mal, que no se preocupara, que prefería tomar entremeses... Pero no. Salté de la silla, me fuí hacia él, me senté a horcajadas  sobre sus piernas y le dije:

 

       –A mi lo que de verdad me gustan son esas arruguitas que tienes alrededor de la boca.

 

Y le besé por primera vez, con ternura, saboreando su boca como se saborea la fruta fresca en verano. Al poco estaba envuelta en sus brazos y en su magia. Y nos besamos con pasión hasta perder la noción del tiempo.

 

 

 

       Tardé mucho en saber de él después de esa noche. Tenía el teléfono desconectado y cualquier comunicación con él me estaba vedada. La última imagen que tenía de Marc se me había quedado grabada como una pesadilla y me perseguía haciéndome mil preguntas absurdas, tratando de entender lo sucedido. Necesitaba liberarme de esa obsesión, hacer mi vida normal, pero me resultaba imposible renunciar a su recuerdo. Fue entonces cuando comencé a escribirle a diario. Sentada frente al mar, cada mañana pedía dos cafés con leche y comenzaba a teclear las primeras líneas de una carta que sabía sin respuesta. Una vez acabada, le enviaba un breve mensaje de WhatsApp para que supiera que tenía un nuevo correo, al que no estaba obligado a responder. Pero yo ansiaba hablarle. Me había acostumbrado tanto a su compañía que sentía su ausencia como un vacío de contenido de mis días. Necesitaba comunicarme con él y escribirle era la única conexión con un Marc ausentado de mi ciudad por tiempo indefinido.

 

 

 

       Veinte días más tarde recibí un escueto mensaje de su parte que leí una y otra vez llenándome de esperanza. Habían merecido la pena todas esas cartas sin respuesta. El miércoles, cuando me preparaba para acudir al club de lectura, me llamó por teléfono. Me citaba para el día siguiente por la mañana, suponía que no tendría inconveniente en ir a recogerlo para regresar a casa. Yo soy expresiva, pero aún así anduve contenida y traté de ocultar la emoción que sentía y las lágrimas que ahogaban en parte mi voz.

 

 

 

       A las once en punto de la mañana Marc me esperaba sentado en la cafetería de un prestigioso hospital. Estaba delgado y demacrado, tenía los ojos hundidos, pero ni siquiera su deplorable estado deslucía la elegancia natural que me conquistó meses atrás. Me regaló una sonrisa capaz de iluminar la noche más oscura y nos besamos, nos besamos sin reparo, como veinteañeros en un portal ajeno. Nos sentamos en una mesa cerca de la ventana, él estaba ávido de sol y yo necesitaba la cafeína. Pedimos un café, esta vez sólo uno, le tomé las manos y mirándole a los ojos le hice la pregunta que me venía rondando por la cabeza durante todo el viaje:

 

       –¿Cuándo podremos hacer el amor?

 

       – En dos semanas aproximadamente, es lo normal después de un infarto –me dijo–. ¿Crees que puedes esperar?

 

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