
Hay finales irreverentes que se presentan sin previo aviso, finales indecorosos, inoportunos y hasta soberbios. Hay finales disfrazados de elegantes que ignoran las más básicas normas de urbanidad. Pero mi amiga supo encauzar el suyo.
Días antes de Navidad hablé con ella, como tantas otras veces, para darle ánimo en su convalecencia. Hacía apenas un par de meses que abandonó el hospital después de dejarse hacer por los médicos, con el sentimiento de servir de coballa humana, albergando en su cuerpo los venenos con que los doctores le prometían doblegar la enfermedad. Hasta que dijo basta. Basta. Tres veces basta. "Dejadme morir con un mínimo de dignidad".
Nosotras hablábamos de todo. ¡Claro que preguntaba por su evolución! Pero un estúpido velo me hacía engañarme y me resistía a digerir que Ángela estaba consumiendo sus últimos días. No sé qué inoportuno autoengaño me hacía cultivar la esperanza de que volverían las reuniones de amigas, que aún compartiríamos un almuerzo y descorcharíamos una botella de vino. Que sacaría uno de esos licores regalado por no sé quien y nos contaría alguna historia sobre la bebida, haciendo inolvidable el trago y la tarde.
Esa mañana a mediados de diciembre ella zarandeó mis entendederas con una frase que se quedaría instalada en mi cerebro como el eco en medio de un barranco: "esto es una enfermedad mortal". Desperté. Desperté de un sueño autoinducido por la necesidad que tenía de seguir abrazándola, manteniendo las sabias charlas, dejando que despertara muchos rincones de mi conciencia, aquellos que ella sabía descubrir como nadie. Y fui a verla. Me disculpé con mi familia, con mis amigos y justifiqué mi ausencia de las actividades que definen mis días. Puse lo imprescindible en una bolsa de viaje, por lo que pudiera pasar, regué las plantas y eché la llave de casa sin importarme el regreso. Todo podía esperar.
Una hora más tarde estaba llamando al timbre de su casa y reprochándome a mí misma por no haber tenido este gesto tan sencillo muchas más veces. La muerte, casi siempre, es irreverente.
Cuando recuerdo los últimos días de Ángela mi espíritu se llena de paz y me devuelve su imagen rebosante de claridad. Claridad y sabiduría. Un saber que yo intuía prendido en sus cabellos y unos cabellos que parecían crecer con cada idea, con cada historia, con cada mensaje y cada promesa que me arrancaba. Éramos tres. La muerte, mi amiga y yo. La parca se atrevía a mirarnos a las dos a la cara, pero no me pareció oscura ni taciturna. La sentía sentada a su lado empapándose de nuestras charlas y de la paz que Ángela, como en sus mejores momentos, seguía teniendo el arte de contagiar. Yo, contemplando esa escena tan cerca, sólo deseaba en que su día, la muerte me llegara a mí con la misma serenidad que veía en mi amiga. Se respiraba alegría en ese cálido hogar. Los gatos y la perrita dormitaban al sol y despertaban cuando su dueña hacía algún movimiento doloroso. Había un círculo de protección animal alrededor suyo, como si aún mantuviera a raya a la intrusa que vampirizaba día a día la sangre de sus venas. Era una extraña familia en la que yo, a cada minuto, me sentía más integrada. Entonces me miró fijamente. Ella siempre lo hacía, directa al alma. Esos ojos oscuros destacaban aún vivos en la palidez mortífera de su rostro. Y mi vida se detuvo. Sabía lo que estaba pensando. Quise negarme y repetí un "no, no, no, por favor no lo hagas. No lo hagas"... como el estribillo de una canción que se te instala en bucle en tu cabeza. Pero ella me respondió con un "ya está hecho. No lo he elegido yo".
Entonces comprendí que aquello cabía dentro de lo posible. Me levanté y abracé a mi amiga. La besé. La besé en la frente, en las mejillas, besé su pelo, sus ojos y sus labios, que aún con la sequedad de la muerte pisándole los talones, me respondieron con un amor infinito. Como la promesa de lo que pudo haber sido. Seguíamos abrazadas, enredadas en el sueño de una pasión latente, cierta y plena, breve como el aroma de una rosa cuando la aspiras y auténtica en su apariencia efímera. Un abrazo de luz. Como la que desprendían sus cabellos.
Me hizo prometer que viviría plenamente. Que amaría más, me reuniría más con mis seres queridos, celebraría la vida y brindaríamos por ella. Y yo acepté su legado. Sería nuestro nexo de unión. Amor entre dos mundos, dos estados de la existencia, pero amor. Me advirtió que me cuidaría. A cambio me exigía aprovechar intensamente la vida. ¿Y qué sentí en aquellos momentos? Mi mente estructurada se permitió la licencia del delirio. Me vi convertida en un ser de luz. Dos seres de luz unidos por una ráfaga de amor indescriptible.
Las siguientes semanas la visité con frecuencia. Por días la encontraba más y más débil, con gestos más lentos, la piel más transparente y la muerte apoderándose de sus venas. Aún así manteníamos deliciosas conversaciones, hasta que la huella del cansancio se hacía evidente en su dialéctica y le ayudaba a acostarse. Entonces me iba. O nos íbamos, porque algunas veces otra amiga de la particular familia que habíamos formado me acompañaba. No siempre le apetecía hablar por teléfono. Nosotras manteníamos otro cauce de comunicación. Yo colgaba en las redes sociales una foto de cada amanecer, de cada atardecer... y esperaba su aceptación. Así sabía si aún quería mantenerse conectada con el mundo. Hasta que la foto de un sol de invierno engullido por el mar quedó sin respuesta dos días seguidos. Sonaba a despedida.
Ángela murió la segunda semana del año en su casa, como había decidido. Yo tuve el privilegio de acompañarla en el tránsito a ese otro nivel de existencia desde el que me había prometido seguir presente. Su hermano y yo la cuidamos el último día, hasta el último suspiro. Se apagó con elegancia mientras nosotros hablábamos sentando los cimientos de una agradable amistad. En los últimos momentos le pedía a él que tomara su mano y le hiciera saber que todo iría bien.Yo le tomé la otra y en pocos minutos se fue sin más. Cuando la muerte nos tomó el relevo, a él le brotaron los sentimientos y angustias como un disparo a bocajarro. Le di su tiempo para llorar y apenas pudo recomponerse comenzamos los preparativos de acicalamiento, tal como ella había pedido. Tenía en orden toda su vida, no podía ser de otra manera con la muerte.
Despedí a mi amiga con un beso de mármol en la frente y emprendí el camino a casa al despuntar el día. Colgué en facebook la foto de la tarde anterior, donde un sol magnánime sorteaba los mástiles de los barcos en el puerto deportivo. La foto del último atardecer de Ángela.
Aún miro esa imagen de vez en cuando y revivo las últimas horas junto a ella. Y las últimas semanas de su vida. Seguimos unidas. Escribo estas líneas apresurada. Luna me avisa con su pata de que ya es hora de salir. Sí, ella es nuestro nexo de unión, una perrita de raza incierta y notable inteligencia que me adoptó cuando sintió la certeza de que su dueña necesitaba abandonar este mundo. Es su legado. Un regalo de vida. Ángela me lo advirtió: Luna te ha elegido, tú serás su próxima mamá cuando yo muera. Y me enamoré de las dos.
***

Eladia Tristán (Almería), psicóloga, ha trabajado con la infancia más desfavorecida, una experiencia apasionante que le ha nutrido de historias de una sensibilidad excepcional. Desde muy joven, el amor por la literatura le ha permitido escapar, a través de la novela y el relato, de los claroscuros de la vida diaria, surgiendo así la necesidad de poner en palabras muchas historias gestadas a lo largo de los años, historias que tomaban vida propia, como si exigieran darse una segunda lectura y liberarse de sí mismas adoptando otro formato.
Escribir comentario