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El viejo y las flores, por Antonio Duque Lara (España/Japón)

 

Hace mucho , mucho tiempo, en cierto lugar, vivía un anciano muy bueno. Se llevaba muy bien con su mujer, si bien no tenían hijos.

 

—¡Qué triste no tener hijos! —solía decir el viejo—.

 

Un día, en una casa, le dieron un perro y se lo trajo a su casa. Era un perro muy lindo y muy cariñoso. El anciano, rebosando alegría ,no dejaba de acariciarle la cabeza, compartiendo con él lo mejor de sus alimentos. El perro, muy bien acostumbrado a los dos, decidió acompañarlos fueran a donde fueran.

 

Así, cuando el anciano iba al campo a trabajar, el perro le acompañaba; cuando iba a otro sitio, iba tras él.

 

Un día que el anciano fue a su pedazo de terreno,el perro fue con él y se puso a husmear en un rincón de la parcela, después empezó a ladrar fuertemente.

 

—¡Escarba aquí! !Escarba aquí! —decía  el perro al ladrar—. El anciano cogió la azada.

 

—¿Que escarbe aquí? Bueno, vamos a ver que hay —y se puso a cavar—.

 

Cuando había dado dos o tres azadas, la hoja de la azada dio sobre algo duro.

 

—¡Ala! !Aquí hay algo! —dijo— y fue quitando los terrones con mucho  cuidado. Al poco rato, desde el fondo del agujero salió una jarra. La sacó y al abrirla, ¿cuál no sería su sorpresa? Estaba llena de  brillantes y resplandecientes monedas de oro. La sacó y se la llevó a su casa. Cuando desparramó las monedas por la habitación, ésta se iluminó en un instante. Los dos estaban muy contentos.

 

Al lado de su casa vivía otra pareja de ancianos. Cuando estos  oyeron decir que de  la parcela de su vecino  había salido oro, lo que nadie  podía sospechar, se pusieron muy celosos.

 

—¿Qué te parece si tuviésemos un perro? —, dijo la anciana,

 

—No tenemos tiempo de cuidar un perro. Voy a pedirle prestado al vecino el suyo—, respondió el viejo. Dicho y hecho. Se fue  a casa del anciano bueno para que se lo prestara.

 

—Por favor, préstame unos días tu perro.

 

El  vejete consintió, pero el perro no quería ir.

 

—Oye, ve a su casa sin protestar—, le dijo , y le ató una cuerda al collar, entregándoselo a su vecino.

 

El anciano malvado arrastró al perro hasta su pedazo de tierra. Llegados allí el perro no quería ladrar.

 

—¡Ladra! ¡Ladra! Le gritaba. Como no ladraba lo golpeó con un palo, lo que hizo que el perro aullara lastimosamente, y entonces empezó a cavar.

 

—¿Salió mucho oro? —No, nada en absoluto que mereciera la pena, sólo trozos de tejas, teteras rotas y guijarros.

 

El viejo avaro se enfadó tanto que golpeó al perro con la azada en la cabeza dejándolo muerto del golpe.

 

Nunca podremos saber lo que el pobre viejo bueno se entristeció. Recogió los restos de su querido perro y los enterró con todo cariño . A su lado plantó un pino.

 

—¡Cómo crece el pino! ¡De noche y de día! Ensancha sus ramas por los cuatro costados— decían los buenos viejos a los pocos días de haberlo plantado.

 

—Es verdad. Si sigue creciendo así pronto llegará a la altura de las nubes.

 

—Si llegase a crecer tanto tendríamos problemas —comentaban—.

 

—Lo cortaré y haré un mortero. Será el recuerdo que nos quedará  de nuestro querido perro.

 

—Sí , bueno, vamos a  hacerlo— decidieron finalmente.

 

El buen viejo abatió el árbol, lo abrió, vació su interior e hizo un mortero recio y  fuerte.

 

—¡Vamos a probarlo! —pensó— y echó arroz en el mortero; después cogió la maja y se puso a molerlo. ¡Ala! Mezcladas con los granos de arroz empezaron a salir muchas monedas de oro. Los dos estaban realmente contentos.

 

De nuevo los vecinos , al escuchar la noticia, inmediatamente les entró ganas de tener el mortero. Y fueron a casa de los viejitos buenos.

 

—Préstame el mortero por unos días. Al contrario que el perro éste no protestará.

 

El anciano avaro  dijo estas  sarcásticas  palabras sin pelos en la lengua y se llevó frescamente prestado el mortero. Echó inmediatamente  arroz y empezó a molerlo con la maja fuertemente.

 

¿Salieron  muchas monedas de oro?

 

No, en absoluto. En lugar de  monedas de oro salieron en un amasijo malos olores, suciedades, boñigas de vaca etc.

 

—¡Maldita sea! ¡Qué mal olor! —decía enfadado de lo lindo mientras se tapaba las narices—.

 

Tras este incidente  destruyó el mortero con una gran hacha, lo quemó, quedando de él nada más que una ceniza blanquecina.

 

El anciano bueno no se percató de lo que estaba ocurriendo con su  querido mortero.

 

A la mañana siguiente, al ir a casa de su vecino, el viejo avaro le contestó:

 

—Ya hace algunas horas que quemé aquel estúpido mortero.

 

—¡Qué horrible! ¡Qué cosa tan espantosa has hecho! —decía el ancianito lleno de dolor—.

 

Los alrededores del horno estaban llenos de ceniza.

 

—¡Ah, el mortero, recuerdo de mi querido perro reducido a cenizas! ¡Qué pena!

 

Incluso ahora que no era sino cenizas, el buen anciano pensaba con nostalgia en su querido perro.

 

—Bueno , ya no tiene remedio. Me llevaré las cenizas— dijo el anciano, y regresó a su casa de donde trajo una gran cesta de bambú. La llenó de ceniza y salió al camino llevándola al costado. Al poco rato empezó a soplar un viento que hizo que las cenizas se levantaran de la cesta.

 

Las cenizas, al posarse sobre los árboles  que había al lado del camino , se convirtieron en  flores.

 

—¡Eh! ¡Han florecido!

 

El buen anciano , sorprendido, se restregó las manos por los ojos, y se puso a mirar las flores.

 

Se mirase por donde se mirase no eran sino flores.

 

—Voy a probar otra vez.

 

Cogió un puñado de ceniza y lo espolvoreó sobre uno de los árboles  secos que había al lado del camino. En ese momento el árbol floreció.

 

"Cuando  esparzo cenizas crecen las flores. A cualquiera que pasase lo enseñaré”, cantaba repetidamente el buen anciano, que iba pregonándolo por la vecindad.

 

En ese momento, formando una fila, venían el rey y sus vasallos  por el camino. El rey al pasar por su lado le dijo:

 

—¡Venga! Muéstrame como florecen.

 

—Sí, enseguida—, contestó el anciano al momento, y esparció un puñado de cenizas.

 

Entonces, por aquí, por allá, por acullá, por todos sitios, los árboles florecieron.

 

—¡Maravilloso! ¡Soberbio! ¡Ciertamente son flores!— dijo el Rey alabándolo y llenándolo de presentes.

 

De nuevo, el vecino, al oír esto, fue a casa del viejecito a que le diera la ceniza. Le dio la que le quedaba.

 

El viejo avaro, cogiendo las cenizas, tomó un atajo y llegó al camino, donde se puso a esperar la procesión en la que venía el Rey. Al mismo tiempo empezó a pregonar  en voz alta  para que lo oyeran:

 

"Ha  vuelto  otra vez el viejo de las flores, voy a florecer los árboles mustios"

 

—¿Tú también puedes hacerlo?  —Siendo así muéstremelo—,dijo el Rey al pasar. El viejo cogió la cesta muy contento y tomando un puñado  de ceniza lo esparció sobre un árbol seco.

 

¿Dio el árbol magníficas flores?

 

No, no, no floreció absolutamente nada. No sólo no floreció, sino que incluso las cenizas cayeron sobre los ojos del Rey, que no pudo abrirlos.

 

—¡¡¡IMPRUDENTE!!! ¡¡¡DETENEDLO!!!—

 

Los  vasallos del Rey insultaron al anciano muy enfadados, cogiéndolo y llevándoselo finalmente amarrado.

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ANTONIO DUQUE LARA (Córdoba, España, 1956). Licenciado en Filosofía y Letras, Sección Lingüística Románica; desde 1982 reside en Japón, actualmente ejerce como profesor en Keiogijuku Universidad.


 

 

 

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