Erase una vez una pareja de viejecitos muy amables y cariñosos. Vivían en un lugar alejado de la ciudad, en un bello paraje, entre montañas.
Un día que el viejecito volvía de cortar hierba del monte para sus animalitos, oyó un ruido como de alas de ave chapoteando al borde de la laguna. Se acercó y comprobó con sorpresa que era una grulla luchando por deshacerse de la trampa en la que había caido.
El ancianito miró al animal y viendo en su hermoso rostro el reflejo de profundo dolor producido por la trampa , la liberó y la lanzó a volar. La grulla remontó el vuelo hacia el frío y nublado cielo con una elegancia magistral y el corazón lleno de agradecimiento.
Cuando el viejecito regresó a su casa se lo contó a su mujer: "... y se fue muy alto, muy alto. Parecia muy contenta" —,dijo el viejecito.
La ancianita también estaba muy contenta. Cuando estaban hablando escucharon un ruido en la puerta,como si alguien estuviera llamando:
"Toc, toc, toc..."
—¿Eh? — dijo el viejo —, ¿quién diantres será a estas horas y en una noche como ésta?
Muy extrañado se acercó a la puerta y la abrió con mucha precaución. Delante de la puerta, en medio de la noche fría y nevada, se encontraba una jovencita.
—¿Pero qué haces tú aquí? Debes tener mucho frío con una noche así. ¡Venga, pasa! ¡Brrrr...! ¡Qué frío!
Los viejecitos, muy sorprendidos, le fueron preguntando a la muchacha, que les contestaba con una voz muy hermosa y triste. Comprendieron que había perdido el camino y le dijeron que pasara allí la noche.
El anciano puso la poca leña que había en el hogar y calentó la casa, mientras tanto la mujer se puso a preparar algo de comer para ella, pero eran muy pobres y apenas tenían comida, pero la poca que había iba repleta de todo el cariño que podían darle.
Los dos, como se dieron cuenta de que la muchacha no tenía ningún sitio a dónde ir, decidieron que se quedara a vivir con ellos, ya que ellos tampoco tenían hijos. Ella sería la hija que nunca tuvieron. La muchacha agradecida de todo corazón se quedó a vivir en aquella amable casa.
A la mañana siguiente , mientras los viejecitos seguían acostados, la muchacha se levantó para preparar el desayuno. Pero en la casa no había nada para comer, ni arroz, ni miso , ni daicon... ¡nada!. Entonces encontró un ovillo de hilo y se metió después de haberlo cogido en la habitación donde estaba el viejo telar. Los viejecitos despertaron :
—¡Ala!, ¿dónde está la niña? —Pusieron atención y comprendieron que era ella la que estaba tejiendo en la habitación de al lado.
El rítmico tableteo del telar cesó y la muchacha se presentó ante ellos con una hermosa tela.
—Perdón, os he despertado, ¿verdad?
—No, no —contestó la viejecita— ,¿qué es eso?
—Toma —dijo la niña alargándole la tela al anciano— llévala a la ciudad y la vendes. Con el dinero compras todo lo necesario para comer.
—¡Ah, Qué tela más hermosa!—dijo el viejecito contemplándola detenidamente. Y cogiéndola se fue a la ciudad donde la vendió muy cara. Estaba realmente contento. Compró comida y también un hermoso peine para la muchacha.
En los días sucesivos la muchacha volvió a repetir la misma operación. Pero el trabajo era muy duro y poco a poco fue perdiendo las fuerzas. Estaba tan cansada que se le cayó el peine y no se dio cuenta.
—Un trabajo más, por favor, una tela más—, se arrodilló y le oró al Sol Poniente.
Los viejecitos estaban muy preocupados por su salud y cuando estaban comiendo, el viejecito le dijo en un tono de recriminación:
—Ya deja de trabajar. Si no descansas te pondrás enferma.
—Uno más, por favor —dijo la muchacha—.
—¡No! —,dijo el viejo con energía.
Entonces la muchacha, sin hacerle caso, se levantó y se dirigió hacia la habitación donde tejia.
—¡Sólo este! y prométeme que no mirarás.
El viejecito asintió con la cabeza mientras la muchacha entraba en la habitación. Empezó a tejer, pero al poco rato, al escuchar el tableteo de la máquina, se dieron cuenta que iba descompasada. El viejo se levantó, se dirigió hacia la habitación, pero —"¿... y la promesa? No puedo mirar..." , pero su preocupación por la salud de la muchacha era muy grande, y el cariño que le tenia mayor. Por una rendija que dejaba la puerta entreabierta miró hacia dentro. ¿Qué vio entonces? Allí no había ninguna persona tejiendo. La que estaba sentada ante la máquina era una hermosa y fatigada grulla que iba desplumándose y convirtiendo sus plumas en una hermosa tela.
Con el rostro transfigurado por la sorpresa, el viejo entró en el cuarto donde la grulla, adquiriendo una expresión de tristeza y con la cabeza gacha, volvió a tomar la figura de la muchacha.
—¿Tú no eres...? —preguntó a medias el viejo—.
—Sí, –respondió la muchacha con voz lastimosa —. Yo soy la grulla a la que tú un día tan amablemente ayudaste. Se me ha permitido adquirir una vez la figura humana para poder recompensar tu buena acción. Pero el momento de regresar ha llegado y ya no puedo quedarme más tiempo aqui.
—No, no es posible, ¡quédate!
—No, no puedo. Yo quisiera ser para siempre vuestra hija, pero tengo que irme—, dijo y se salió del cuarto.
Una vez en la calle la muchacha volvió a trasformarse en grulla. El viejo le entregó el peine que le había comprado, y , ésta, cogiéndolo con el pico , remontó el vuelo.
—No nos olvides , hija mía. Adiós, adiós...
—Cuidaros, adiós — y se fue hacia las alturas.
Los viejecitos, con lágrimas en los ojos, la despidieron hasta que fue tan alto tan alto que desapareció de su vista.
ANTONIO DUQUE LARA (Córdoba, España, 1956). Licenciado en Filosofía y Letras, Sección Lingüística Románica; desde 1982 reside en Japón, actualmente ejerce como profesor en Keiogijuku Universidad.
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