Arepo: zahareño, irreductible, inigualable, es el amo y señor de la isla de "G”, la maravillosa y pródiga, fértil y acogedora; la que parece desde el aire un gran lagarto verde con sus patas
extendidas. ¿Cuál de nuestros abuelos o bisabuelos no la habrá visitado, por lo menos una vez, en sus años de esplendor? ¿Quién no habrá leído los reportes periodísticos que proclamaban sus
encantos? ¿O quién no ha visto en revistas especializadas las fotografías de sus calles estrechas y empedradas; de sus torreones magníficos, cuya crestería de roca ígnea asombra a propios y
extraños; quién no ha admirado la geometría y colorido de sus numerosos jardines?
Al norte de la magnífica isla, la bahía de San Cipriano parecía, por las noches, un collar de diamantes, a causa de la miríada de lentejuelas brillantes que bordeaban primorosamente el perfil de
la costa. La entrada al mar era bastante grande, pero no lo suficiente como para llegar a ser catalogada como golfo, por parte de los geógrafos.
Arepo financia los partidos políticos, elige a los candidatos y aprueba sus planes de gobierno. Gracias a él se vive en paz, en orden, en una “democracia plena”, genuina, libre de malandrines.
Desde que se impuso la pena de muerte no volvieron a cometerse asaltos, robos a mano armada, secuestros, extorciones, ni asesinatos. Desapareció el sicariato como por arte de magia y recuperó la
gente de bien la anhelada paz y tranquilidad social. Por otro lado, en los archivos públicos se han registrado solamente cinco ejecuciones ejemplares, de las cuales no vamos a ocuparnos en este
relato.
Solo diré que los cuerpos de los ajusticiados aparecieron en el hermoso parque, frente al golfo, colgados de cabeza, de las altas ramas de acacia. Moradas, casi negras las manos, con las uñas y
los dedos reventados a causa del efecto de los “aplasta pulgares” y las tarraxas que los hicieran crujir a la hora de los interrogatorios.
Arepo se reúne con los diputados y con el presidente electo. Les agasaja con espléndidas viandas y vino importado de Portugal. Él dicta las leyes y los cambios que han de introducirse
periódicamente a las mismas, a fin de estar a tono con el devenir de los tiempos. Una de las leyes más importantes, que fue recibida con vítores de júbilo por la población, fue la de los
matrimonios y uniones libres. Se permitió, a partir de la reforma, la unión de un hombre con varias mujeres, la unión de una mujer con varios hombres y otras formas amplias de convivencia
humana.
─¡Me encocoran las indecisiones!─ Solía increpar personalmente a los altos magistrados. ─Ya saben que a mí me gustan que las cosas se hagan de manera rápida y eficiente. No hay tiempo para
perder. ¿Qué discuten entre ustedes? ¿No han sido claras y precisas mis órdenes? El gobierno debe dar ejemplo de disciplina, honradez y trabajo.
En una de las colinas, apartada un par de kilómetros, puede distinguirse fácilmente una magnífica construcción de piedra y ladrillo, cuyo inconfundible estilo, de un blanco impecable, constituye
huella fehaciente del poder que ejerciera la corona española sobre estas tierras. Allí mora el amo y señor de la isla.
Un bosque circular de palmas datileras se extiende hasta el pie del altozano. La antigua casona central es soberbia y se encuentra en la cima. Una gruesa muralla de piedra sillar rodea la
propiedad, tornándola inexpugnable. Finalmente, una alta torre construida inicialmente, con el propósito de avistar las naves de los piratas, le otorga al conjunto un carácter de fortaleza. Todo
esto fue levantado por Arepo I, allá por 1500, anno Domini, luego del cuarto y último viaje de Colón al Nuevo Mundo.
A tres mujeres embarazó Arepo, al mismo tiempo, pero con ninguna se casó. Los domingos solía pasear con ellas por la alameda sembrada de palmeras, que se extiende coqueta frente al puerto. Iban
los cuatro juntos, sonrientes, inseparables, abrazados, casi apiñados. Sus cuerpos orondos proclamaban, a grito tendido, una vida tranquila en la abundancia y la molicie. Contestaban él y sus
mujeres, con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza, al saludo cortés de los paisanos. Por la tarde, ya cansadas, se sentaban las tres mujeres a tomar helados, a la sombra de una glorieta,
felices y contentas, para mirar el singlar de las naves y el arribo de los buques de carga.
Ninguna rivalidad hubo entre ellas. Al parecer, llegaron a quererse como hermanas.
Detrás de la vieja casona, ordenó Arepo levantar tres nuevas casas, todas idénticas entre sí, con sus porches de recias columnas de ladrillo orientados en dirección al puerto y sus delicados
peristilos de mármol reluciente para que vivieran allí, cerca de él, sin envidias, ni peleas, sus amadas mujeres.
La hora del alumbramiento llegó, exactamente para las tres embarazadas, la noche de San Juan, un 23 de junio.
Afuera, en el pueblo, se encendieron fuegos fatuos, por la noche, en honor de Zoroastro y algunos afirman que vieron a Don Sata, rondando por los campos, haciendo florecer las higueras y tocando
su guitarra.
Las tres fueron internadas en la misma clínica. Se esperaba que nacieran tres hermosos bebés, pero solamente se escuchó el llanto de una hermosa niña. La bebé gritó, berreó y entró con pie
derecho a este mundo. Para que no sufrieran, para que no se desesperaran y llenaran la casa principal con sus lamentos, ocultaron a las madres el resultado de los alumbramientos. A todas ellas
les hicieron creer que el fruto de su vientre había nacido vivo. Por orden del amo, jamás se reveló el nombre de la madre. Por lo tanto, todas las esposas juraban que habían nacido tres niñas y
que la suya era la más hermosa, la más vivaz, la más inteligente.
La primera de las mujeres bautizó, a “su hija” con el nombre de Isabel, en una ceremonia totalmente privada y restringida. La segunda le puso el hermoso nombre de Inés, pero no invitó a la
solemne ceremonia a ninguna de las otras esposas. La tercera organizó una fastuosa comilona, a la que asistió gran parte del pueblo, pero no se vió por lado alguno a las otras dos esposas de
Arepo. Esta ‘ultima llamó Beatriz a la recién nacida. Por turnos enviaba el amo a la niña, a casa de alguna de ellas, unas veces por la mañana, otras a la tarde o por la noche.
Las tres mujeres del amo Arepo tenían, por casualidad, el mismo nombre. Como “Amma” las habían bautizado al nacer, raro apelativo que significa “servidor”. Cosa inusual y extraña: ellas eran,
además, físicamente idénticas entre sí, como si hubieran nacido del mismo cigoto.
Sin embargo, un observador perspicaz hubiera notado que la primera de ellas tenía un coqueto lunar en la mejilla; la segunda, un ojo verde y otro azul celeste; y, la tercera, un tic nervioso
brusco, corto y repetitivo que la obligaba a cerrar el ojo izquierdo, como si estuviera coqueteando abiertamente con quien tuviera al frente.
Cuando la niña cumplió los diez años, pidieron las esposas de Arepo, que las lleve en un tour, hacia la bella Italia. Anhelaban conocer Roma, Florencia, Venecia y otras bellas y antiguas
ciudades.
Una hermosa mañana, a comienzos de abril, mientras el sol pintaba miles de pececitos dorados sobre las tranquilas aguas del puerto, subió el padre de la mano de su hija y, detrás de ellos,
subieron también las Ammas al “Seven Seas Navigator”, quedando todos boquiabiertos al contemplar las comodidades del enorme trasatlántico.
Entraron a Italia por el puerto de Nápoles. Visitaron después Palermo. Luego fueron a la ciudad eterna, la de las siete colinas. En Florencia pasaron dos días y en Venecia, cuatro, incluyendo
Murano.
─He dejado para el último un sitio muy especial. –Dijo Arepo, casi al finalizar el tour. –No podemos abandonar la bella Italia sin conocer un prodigioso estanque, donde poetas y escritores de
renombre mundial se han zambullido a su gusto.
Arepo los condujo entonces, a una alquería agreste, localizada en medio de una llanura, que ni siquiera tenía un atractivo río que refresque el ambiente. Huérfana de torres y campanarios, y casi
sin árboles, este humilde caserío desilusionó tanto a la niña como a sus madres.
Un tanto aburridos estaban todos, especialmente la niña, porque caminaban y caminaban por entre las vetustas casas semi derruidas, sin descanso alguno. Estaban, además, sedientos y no hallaban
sitio alguno para comprar refrescos. Por fortuna: en las pequeñas calles, mal empedradas, se conservaban antiguos pozos y fuentes decoradas con guerreros de terracota, pintados de azul y rojo. En
esas fuentes apagaron su sed los curiosos visitantes.
Finalmente, detrás de una plazoleta desierta, divisó Arepo un tapial desconchado, en medio del cual había un postigo, con cerrojo y picaporte herrumbrados, y exclamó entusiasmado:
─Es aquí. Hemos llegado finalmente. ¡Entremos!
Se trataba de un jardín cerrado, plagado de hierbas malas, en el cual había un estanque circuido por rocas artificiales. El agua parecía tan cansada e inmóvil como si fuese la misma desde hacía
una cantidad enorme de años.
─Vengan ustedes tres al borde del estanque. ─Ordenó Arepo a sus esposas. ─Quiero que miren el reflejo de sus rostros en la superficie del agua.
Se sentaron las tres sobre aquellas rocas artificiales y miraron, asombradas, no tres, sino seis rostros reflejados en ese peculiar espejo.
─¿Cómo puede ser? ─Decía una de ellas.
─¿Qué tipo de artificio es éste? ─ Agregaba otra. ─El agua ha multiplicado por dos el número de nuestros rostros.
─Nosotras somos tres, hermosas y refinadas damiselas y allí vemos efectivamente nuestros inconfundibles rostros. ─ Protestaba la tercera. ─ Hasta aquí todo bien. Sin embargo, vemos, además, tres
viejas intrusas que nada tienen que ver con nosotras.
Se acercó entonces la niña y mirando el reflejo del agua exclamó:
─¿De dónde han salido esas tres horribles y desdentadas ancianas?
Arepo avanzó también al borde del estanque, para mirar, pero nada dijo, por prudencia.
─¡Isabel, Inés, Beatriz! Ahora, es el turno de ustedes. ─ Ordenó entonces el padre. ─ ¡Vayan!
Fue la niña y sentándose sobre las rocas que circundaban el estanque miró atentamente la superficie del agua, en cuyo espejo flotaba tan solo un joven y hermoso rostro.
─Allí estoy yo. ─ Dijo Isabel.
─No. Allí estoy yo. Ese es mi rostro. ─ Dijo Inés.
─Si hemos venido las tres, –argumentó Beatriz, ─¿por qué no aparece en este maldito espejo el rostro de mis otras hermanas?
En ese momento llegó un grupo de mujeres enanas y amarillentas. Sin decir esta boca es mía avanzaron directamente hacia el estanque y, despojándose de sus ajadas cofias y vestidos rotosos, se
metieron en el agua y riendo y chanceando ruidosamente se sacaban la mugre unas a otras.
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Autor: Zamacuco. Carlos Jaramillo Martínez, ecuatoriano.
Zamacuco, obras: Milena, Olivia, Aurora y otros cuentos, libro incluido en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes; El médico rural, cuento, incluido en “El libro
total”, plataforma digital gratuita, en español; Tres lirios de agua, novela, publicada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana; ¡No pongas flores sobre mi tumba!, teatro, obra impresa por Docu
Tech; Banda de pueblo, teatro, obra impresa por Docu Tech; Martín, novela, publicada por Abya-Yala; Ahora le toca al pueblo, novela, publicada por La Oveja Negra; Agualongo, utopía y realidad,
novela, publicada por Abya Yala; El sobretodo de los pájaros, cuentos editados por la imprenta del Municipio de Quito. Las pantuflas del obispo, teatro y cuentos editados por la imprenta del
Municipio de Quito.
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