Le dije sin atreverme a mirarle: “Cuando salgamos de esta cárcel de dolor y miedo, algunas cosas que hacíamos con libertad, que queríamos y gozábamos sin freno, nos sonarán como toques de
instrumentos con sordinas y serán como el agua que echamos en una cesta. Y tendremos que conformarnos con ser menos libres y volver a asombrarnos hasta de la cosa más sencilla. Y a quitarnos de
una vez tanto brillo como llevábamos puesto. En una palabra: Debemos ser más humildes para perdonarnos de verdad.” Por fin le miré para comprobar si estaba de acuerdo conmigo. No podía; había
muerto.
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