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Poeta: ciudadano del exilio. Sara Harb

  

«Yo que en este mundo no he servido

después de ochenta años para nada…

acaso sirva ahora todavía, como David,

para lanzar con la honda una de estas piedras,

 pequeñas y ligeras, de mi zurrón -la más dura, la más pedernal…

Tú piedra aventurera- y dar justo, con ella

 en la frente misma de Goliat.»

León Felipe

 

  

Ciudadano de un territorio imposible, quimérico, a veces devastado, a veces ensoñado, muchas veces doloroso, el poeta observa el mundo de una manera distinta. Halla belleza en lo cotidiano, descubre verdades ocultas en la banalidad aparente. Algunas veces, cuando llueve, por ejemplo, una gota de agua le parece un espejo, o de un árbol traduce su murmullo en palabras. Interpreta la vida a través de un sistema complejo, de apariencia sencilla, se apoya en reglas precisas y escribe.

 

Desde Homero hasta Wislawa Szymborska, pasando por miles, el poeta ha convertido lo simple en sublime. Desafiando la realidad, reinventa el mundo, le da sentido, le añade emoción.

 

El poeta pertenece, en esencia, a una nación sin fronteras, a un pueblo sin territorio fijo, donde fuerzas como la osadía, la emoción, la verdad son el único requisito en el gobierno de la inspiración. Escribir poesía es construir puentes invisibles entre almas afines, desconocidas, porque se sueña un mundo mejor, se revela, se denuncia con el verso como único proyectil. Puede que nunca sea reconocido, que esa voz se pierda en el bullicio, pero mientras haya alguien que sueñe, que ame, que busque respuestas, el poema surgirá y el poeta como habitante de ese territorio, lo defenderá a ultranza.

 

El que escribe es un testigo del dolor, un cronista del sufrimiento humano. Los más grandes poetas han escrito desde la angustia, desde la pérdida, desde la conciencia de la injusticia.

 

Lorca, Vallejo, Pizarnik encontraron refugio para su desesperanza, y al mismo tiempo, una forma de lucha. Con la licencia para embellecer la realidad, el poeta denuncia, cuestiona, la sacude hasta sus cimientos.

 

El poeta es un exiliado en su propio tiempo. En una sociedad que premia la inmediatez y la utilidad, la poesía parece un lujo innecesario. Pero, es en momentos de crisis, de deshumanización, cuando su voz se vuelve esencial. Un verso recuerda a la humanidad que la belleza importa, que la sensibilidad no es debilidad y que el poema es una forma de resistencia.

 

En la era digital las palabras se consumen a velocidad vertiginosa, la poesía encuentra nuevos caminos, los versos se transmutan en performances, se mezcla literatura, música y artes visuales. El mundo cambia, la esencia del poeta permanece, se rehúsa a vivir solo en lo tangible, propone en cada poema descubrir lo etéreo. No solo es un soñador, su palabra habita en los márgenes, en el umbral entre lo real y lo imposible, entre lo permitido y lo prohibido. Es un extranjero en su propio tiempo, observa el mundo con ojos distintos, lo traduce en versos; se aleja de la norma, de la comodidad de lo establecido. Lleva el gentilicio de exiliado porque su arte es incomprendido, porque su espíritu pertenece a un sitio que nunca se podrá habitar del todo.

 

La historia está llena de poetas que han vivido un destierro impuesto. Ovidio, físicamente por desafiar el poder. León Felipe, César Vallejo, Juan Gelman por razones políticas. Convirtieron su nostalgia en poesía, pero hay otro tipo de exilio más sutil y profundo: el del poeta que estando en su país se siente ajeno. Emily Dickinson vivió en un autoexilio impuesto por su sensibilidad extrema. Alfonsina Storni lo hizo habitando su mundo interior.

 

Este destierro no siempre es una condena impuesta desde afuera. El poeta elige su propio exilio porque la realidad le resulta insuficiente, porque necesita un espacio donde su voz no sea silenciada, donde la verdad pueda decirse sin miedo.

 

El exilio del poeta también es lingüístico: su manera de nombrar el mundo es distinta, exuberante, a veces indescifrable. En una sociedad que premia lo pragmático, la poesía parece un lenguaje rancio, una forma de comunicación ineficaz, condenada a decir algo que pocos quieren escuchar.

 

El futuro incierto de lo que escribe lo lleva a un exilio no solo físico o emocional sino también simbólico. Es en esa lejanía donde los poetas exiliados reales o metafóricos encuentran su fuerza. En soledad, su voz se vuelve más intensa, su poesía se convierte en testimonio, atalaya, guía e inspiración.

 

El poeta es un extranjero perpetuo, un habitante de lo incierto. Lleva consigo la carga del destierro, pero también la libertad de no pertenecer a lugar fijo. Su patria es la palabra, su hogar es el poema, su destino, el viaje, y aunque el mundo lo ignore, seguirá escribiendo porque sabe que su exilio es su mayor verdad. La poesía es el único territorio posible, la única nación verdadera.

Sara Harb

 

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Sara Harb Said

Nacida en Barranquilla, Colombia, primera generación en Colombia de inmigrantes libaneses, y francesa, es una cineasta en ejercicio por más de treinta y cinco años. Ha publicado cuentos y poemas esporádicamente en medios impresos y virtuales, tales como Travesías del Sueño y El Relojero de Ginebra. Ha sido traducida al inglés y al italiano. Publicado libros La transparencia del Arroz y Cambio de rumbo. Ha escrito seis largometrajes de ficción y varios cortometrajes. 
Políglota certificada en inglés, francés e italiano. 

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