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Ladridos Relato de Antonio Aguilera Vita

 

 

Parece que la lluvia primaveral en Buenos Aires amansa las fieras. Tal vez en la noche algo le ocurrió al perro. Los ladridos insoportables de los últimos días dieron paso a un olisqueo profundo y ufano, pero sin fuerza apenas. Semejaba un fuelle que perdía su potencia por momentos. Nunca vi al perro. Me fui del departamento cuando el fuelle estaba prácticamente apagado y no les puedo garantizar en qué acabo aquella aventura. La del perro. Yo sigo mi vida tras aquellos pocos días en el apartamento de la calle Juan Domingo Perón en Buenos Aires.

 

 

1.

 

Desde la terraza se podía divisar el edificio Barolo y los cuatro torreones que dibujan la pequeña calle Rivalora. La vista al llegar era espectacular. A la derecha, la cúpula del Congreso de la Nación, en barrido, tejados y torreones del Buenos Aires decimonónico, ese remedo de París venido a más, algunas torres modernas culminadas con todo tipo de antenas y, a la vuelta, podía distinguirse el pico del Obelisco. El problema era el perro.

 

El día que llegamos, apenas salíamos del ascensor, escuchamos los ladridos endemoniados, roncos, espasmódicos. Por el resquicio de la puerta se adivinaban unas patas largas y ágiles, nerviosas por un encierro prolongado. Imagino largas por su movilidad y por la altura de la puerta en la que estos se escuchaban. He de confesar que no entiendo demasiado de razas caninas. Tengo que consultar Internet para poner nombre a los perros que tengo en mente y que pudieran ser de la misma raza o calibre que aquel de la puerta de al lado. Porque se trataba exactamente de la puerta contigua a la de nuestro apartamento. Luego nos percatamos de que también disponía de la terraza contigua a la nuestra, desde la que veía, como nosotros, el edificio Barolo y las cuatro torres que remarcan las esquinas de la pequeña calle Rivarola.

 

Al rato, casi ante su puerta y mientras abríamos las nuestra, el ladrido se convertía en olisqueo intenso, como si sorbiera nuestros aromas en cada respiración, pretendiendo sorber incluso algo de nosotros mismos.

  

2.

 

La secuencia de los días fue esta. Al abrir la puerta, al acercarnos por el pasillo, los ladridos, fuera cual fuera la hora, retronaban en el edificio. El guardián parecía implacable. Lo peor era que, una vez dentro, cuando los ladridos se habían calmado, trataba de abrir la puerta de la terraza y escuchaba en la terraza contigua la imponente salida del monstruo que me dedicaba de nuevo sus estentóreos ladridos a la vista de los tejados del microcentro. Aquello se me hacía tan insoportable que dejé de salir a la terraza para evitar su desagradable sonido.

 

Me preguntaba, claro está, por qué siempre aquel perro estaba solo. Era el dueño de su apartamento y nunca se escuchaba rastro de persona en él. El animal pasaba de la puerta del pasillo a la terraza de un salto. Todo el apartamento parecía ser su espacio privilegiado, propio e incompartido. Pero, ¿qué desalmado dejaba un animal solo en un apartamento urbano? ¿Cómo comía y bebía? ¿Sería capaz de servirse solo? La furia de sus movimientos, sus gruñidos, bufidos y olisqueos daban a entender que no tenía compañía alguna, ni viva ni muerta. En este último caso, se le hubiera escuchado sin duda compungido, aullando de tanto en tanto. Pero se escuchaba una furia creciente, todo lo contrario, a un duelo o al anuncio de muerte de un ser querido. Era como decirme que yo allá sobraba, que ese era su dominio feudal y que cualquier otro animal, por muy humano que fuera, no tenía entrada en sus torreones.

 

 

3.

 

Tres días después, cuando terminó el congreso al que asistíamos mi amigo Germán y yo, éste volvió a España y yo decidí vivir Buenos Aires unos días más. El monstruo pareció comprenderlo. Comprendía que ahora me tenía a su merced.

 

Los ladridos se hicieron más amenazantes, los olisqueos más intensos y entrecortados. Cuando preparaba la llave para abrir mi puerta, quedaba quieto tras la suya. Sentía sus olisqueos a la altura de mi cintura, por lo que podía imaginar el tamaño del animal. Sus patas se escuchaban moverse de uno a otro lado nerviosas. No ladró más. A la tercera noche, un amigo me acompañó al departamento después del teatro. Me gustaba. Jugueteamos. Vencí mis recelos y salimos a la terraza. Quería engatusarlo mostrándole de cerca las bellas vistas nocturnas, tomar unas cervezas deleitándonos con la cúpula iluminada del Congreso, la fachada del edificio Barolo bañada de soslayo por la luna llena, la luz blanquecina y polvorienta de las torres que enmarcan la calle Rivarola. La voz del monstruo no tardó en hacer acto de presencia. De nuevo. Los ladridos se hacían insoportables en el ruido amortiguado y lejano de la noche de la gran ciudad. Seguimos nuestros juegos dentro y, cuando mi amigo se fue, al volver, noté su ladrido celoso, su olisqueo entrecortado furioso. ¿Quién era aquel monstruo? ¿Quién se creía que era para marcarme la vida? ¿Qué tenía que ver conmigo o con mi aroma?

 

Fui implacable. Ahora me arrepiento, lo confieso. O no. Tal vez en su entraña el animal era noble y no monstruoso. En la despensa del apartamento, encontré un sobre que contenía unos polvos blancos. El sobre no tenía letras, ni cartel, ni marca. Tan sólo una calavera, como la de las placas de los postes eléctricos, se dibujaba en una esquina. Fue una idea rápida, instantánea, peregrina, una especie de autodefensa absurda. Sin saber bien lo que contenía, rocié un pedazo de chocotorta que me había sobrado del mediodía con aquellos polvos y lo arrojé a la terraza contigua entre ladridos celosos y ensordecedores. Lo que escuché me pareció aún más terrible. El monstruo devoraba aquel pedazo de chocotorta como si hubiera sido un enemigo intruso que tratara de allanar sus dominios. No devoraba un dulce ni un manjar, sino que desguazaba los miembros del enemigo que podía haber sido yo mismo si hubiera caído fortuitamente en su terraza. Me aterroricé. ¿Deseaba matarme arrancándome los miembros a tirones? Al menos, pensé, lo que había puesto en la chocotorta lo atolondraría unos días, lo dejaría laxo, no sé, lo calmaría al menos hasta mi partida al día siguiente.

 

Por la mañana dejé el departamento. Mientras me alejaba, tras cerrar la puerta y arrastrando la maleta, escuchaba el profundo olisqueo sin fuerza apenas de aquel monstruo. No supe más de él. A veces me viene en sueños, en sueños vívidos que noche a noche se vuelven pesadillas.

A veces pienso que debería volver al apartamento y descubrir lo que ocurrió con el perro. Volver a dejarlo allá en su dominio, fuera de mi sueño definitivamente.

 

PERFIL DE AUTOR: 

 

Antonio Aguilera Vita (Almería, 1962). Licenciado en lenguas clásicas por la Universidad de Granada y Doctor en Filosofía por la UNED, ha dedicado toda su vida a la enseñanza, la escritura, el cine y el teatro. En 1981 funda en el entonces Colegio Universitario de Almería, el Grupo teatral EOS. Desde entonces compatibilizó estudios universitarios y teatrales en Granada y Madrid, participando en compañías estables (La Farándula, Teatro del Común). Actualmente reside en Aranjuez y colabora como actor, ayudante de dirección y dramaturgo en la compañía De Periplo Teatro. Ha publicado teatro y colecciones de relatos en Intramar Ediciones y es secretario de la revista digital Metakinema, Revista de Cine e Historia, en la que colabora con asiduidad. 

http://aguileravita.blogspot.com

 

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Comentarios: 1
  • #1

    cmartinezromero03@gmail.com (domingo, 30 marzo 2025 10:34)

    La escritura consigue la empatia con el lector que acaba de leer el relato impregnado de las emociones del personaje.